AA


Aunque le habían asignado una celda propia, Gumaro prefería tumbarse en el patio y alardear sobre las razones por las que estaba preso. Esa fama lo había ayudado a sortear la crueldad de la prisión. Era como una especie de escudo para que los mal nacidos no se le acercaran. Y vaya que lo necesitaba: en esos días, corría el rumor de que los reos querían darle un escarmiento a patadas y puñetazos. Incluso pensaban desgarrarle el ano con un cuchillo para que el infeliz pagara en vida su crimen. Para fortuna de Gumaro, le temían como a la peste. Lo respetaban. Lo dejaban vivir sus chifladuras en un rincón donde lamía el plato con pollo desmenuzado en escabeche. Estaba orgulloso de inspirar miedo. Solía presentarse así: Soy Gumaro, el Caníbal. Modulaba la voz para que aquellas palabras se escucharan fantasmagóricas. Pasado el tiempo supe que dentro de sus huesos se cagaba de miedo, pero como yo aún no lo sabía, recuerdo haber sufrido un sobresalto en cuanto el custodio cerró tras de mí la puerta de los locutorios y trabó la cerradura. En ese cuadrilátero de luz sentí como si un ventarrón me apaleara la espalda, como si el cuerpo hubiese dejado de pertenecerme. Luego entró Gumaro, con su andar de oso, descalzo, con unos pantalones de pescador, descamisado y sin esposas. Parecía liviano como la niebla. Hasta imaginé que él era el frío que me recorría dentro de aquel calor. Primero me observó como se mira a través del cristal. Luego me arrojó una mirada tan violenta que si sus ojos hubiesen sido dagas, ahí mismo me habrían rajado. Se detuvo a mitad de la celda. Cruzó los brazos, hinchó los bíceps, castañeteó los dientes y preguntó:

¿Eres licenciado o de derechos humanos?

Ninguno de los dos, soy reportero; pensé que te lo habían dicho los custodios.

Mmm, da igual quién chingados eres; yo soy Gumaro de Dios Arias, pero acá adentro soy el Caníbal, dijo con altanería, como quien está acostumbrado a tener el control.