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Llegamos a San Agustín. Diana me toma de la mano, cosa que sabe irrita a mis tíos, quienes como “buenos cristianos” ya están adentro criticándose y, en el mejor de los casos, viéndose feo. Como cada año, saludamos a mis primos los “Prie­tos” (apodo que la familia les dio para burlarse porque son muy blancos y su madre muy morena). Nos esperan debajo de la enorme palmera que irrumpe como zanahoria gigante en medio de la explanada de la iglesia. Ellos también son buena onda, Paco y Fer se sientan hasta atrás junto a nosotros.

Odio el olor de esta iglesia, activa algo en mi cuerpo que me impide respirar hondo, siempre huele a miércoles de ramos, a flores que envenenan. Todavía recuerdo a la abuela obligando a Omar para que besara el cordón que ciñe la túnica púrpura de ese Cristo que da miedo. No prestamos atención al sacerdote y comenzamos a pasarnos información fresca de la familia. El tío Sergio, padre de Fer y Paco, engendró por séptima vez; como ésta es su cuarta esposa y su primer hijo con ella, supongo que será Francisco IV de la dinastía Sergio, pues en la familia no se saben otro nombre, así que tengo que compartir el “Pancho” con la mayoría de mis primos. En voz alta, Diana repite dos veces que podría ser su abuelo, si hasta calvo está. La tía Emma nos calla con esa horrible voz nasal que no la deja ni en susurros, otra de tantas madres castradoras, por eso el primero de los Franciscos la abandonó, sin voltear, sin piedad, siendo el segundo hombre que la dejaba. Supongo que el que te recuerden todos los días, desde el principio de tu vida, lo desgraciado que es tu padre, el que te limiten la comida y que te sorrajen en la cara que gracias a las faldas de tu madre eres alguien, no amerita ninguna visita o tarjeta de navidad como premio de consolación al esfuerzo maternal de una mujer dejada. Me dan risa las historias familiares mucho más gastadas que la voz del padre, recitando la misma misa de siempre.