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Cuando Carrera sacó el fajo de billetes, gracias a un movimiento de prestidigitador, combinado con golpes de karate, vi a Juanito y compañía alejarse sobre un rastro de espuma blanca, con el dinero y la droga, y Carrera tirado en el suelo. El nombre del bote era Tina Modotti.

—Juanito —murmuré—, ¿por qué nos traicionaste?

Detrás de mí escuché el estruendo de un motor y cuando giré la cabeza vi a Carrera montado en un rutilante bote de velocidad.

—¿Qué haces? —grité.

—Salta —me dijo.

Nuestro bote acometió el agua fría con briosa constipación, en pos de la luna menguante, como antaño lo hicieron las cóncavas naves que atravesaron el ponto rumbo a la amurallada Ilión, criadora de caballos. Frente a nosotros, en el Tina Modotti, el cañón de una pistola brilló en la mano de Juanito y un disparo atravesó nuestro parabrisas, y llegó hasta el asiento trasero, imitación piel, donde había un par de esquíes.

—Carrera, estás loco. Tienen pistolas.

Mi amigo no contestó; pisó el acelerador y jaló la palanca de la transmisión. Cuando estuvimos al lado del Tina Modotti, sonó un segundo y tercer disparo, los cuales abrieron agujeros en proa y babor. Carrera disminuyó la velocidad.

—¿Cómo es que sabes conducir esta cosa?

—En Tampico todos sabemos navegar en botes de velocidad, y jugar beisbol.

El mar se tragó los disparos restantes. Carrera colocó el bote al lado del Tina Modotti, cuyo estribor crujió, y me dijo:

—Sostén el volante, y no dejes de pisar el acelerador.

—Tienen pistolas.

—Sólo tienen un revólver —dijo—, y ya desperdiciaron los seis tiros.

—A lo mejor tienen balas de repuesto.

—Voy a saltar.

El conductor del Tina Modotti intentó volcarnos. Carrera estuvo a punto de caer, pero gracias a la adrenalina pude mantenerme firme en el volante. Mi compañero tomó uno de los esquíes, saltó al otro bote e intentó derribar a Juanito; éste se defendió con la cacha de la pistola. Era una lucha desigual: Juanito era de complexión atlética y más guapo; Carrera contaba con una ventaja: habían pasado varias horas desde la última dosis de cocaína y ya tenía los primeros síntomas del síndrome de abstinencia.

Sonó mi teléfono celular, era mi ex:

—Estoy por entrar al salón de belleza y quiero pedirte un consejo.

—Sí, dime.

Carrera forcejeaba con Juanito y yo trataba de mantener estable el bote con una mano y un codo.

—He tomado la decisión de pintarme el cabello, pero no sé qué color escoger.

—¿Qué colores hay?